jueves, 31 de marzo de 2016

Un año sin gluten


El 17 de marzo de 2015, comí mi último alimento con gluten: unas deliciosas galletitas de avellana de la confitería Santos de Torrelavega. Fue minutos antes de entrar en la consulta de la médico, que está al lado, y de que me diera la noticia, tras una biopsia de duodeno, de que tengo intolerancia al gluten.

Aunque pueda parecer nostálgica, fue una buena noticia, una gran noticia. Por lo visto, es la causa de mis males y de mi fatiga crónica durante cinco años. Al fin, encontraba una explicación, y, sobre todo, una solución.

Los efectos de la dieta sin gluten fueron evidentes en el primer mes. Me desaparecieron todos los síntomas digestivos que pensaba que eran normales: adiós gases, adiós ruidos, adiós hinchazón, adiós diarreas, adiós barriga dolorida. El cansancio fue otra cosa, he tardado más en superarlo, pero, al ver los resultados en mi cuerpo. intenté conservar la esperanza.

Fue a partir de septiembre u octubre cuando empecé a notar más energía, aumenté mi actividad y mi resistencia al esfuerzo y disminuí mis tiempos de descanso, aunque aún los necesito. Al principio, me daba miedo decirlo en voz alta por si era una mejoría traicionera, como ocurre a veces con la fatiga crónica. Los hechos fueron confirmándolo, y ahora tengo que hacer un esfuerzo para recordar cómo era cuando me encontraba tan mal. El corazón dejó de acelerarse al comer más de lo normal o al forzarlo subiendo cuestas o escaleras. También me canso menos al andar, y he aumentado los tiempos. En pilates, resisto más, y si noto cansancio, no es porque mi cuerpo no responda al esfuerzo, sino por el ejercicio en sí; incluso he podido aumentar la dificultad.  Me han desaparecido la pesadez de piernas y el dolor de espalda. No he vuelto a necesitar la manta eléctrica. Y es que mis tejidos han cambiado. De estar siempre agarrotados y pegados al hueso, se han vuelto flexibles y sueltos. De padecer contracciones y dolores de espalda frecuentes, he pasado a tener molestias ocasionalmente, que me desaparecen con estiramientos o con descanso. También tengo menos migrañas y me remiten antes.

Cuando pienso todo lo que he mejorado, me pongo contentísima. ¡Qué bueno es encontrarse bien!, tener ganas de hacer cosas, de estar con mis hijos, de llevarlos y recogerlos a las extraescolares, de dar un paseo sin pensar desde el primer paso que tengo que volver, de hacer un recado después del trabajo en vez de volver directamente a casa porque necesito tumbarme con urgencia. Tengo ganas de hacer comidas, aguanto de pie sin agotarme ni marearme, hasta he jugado un par de veces a las palas con Jaime. Con frecuencia, olvido que estoy enferma. No tengo que renunciar a comidas o cafés, viajes o cenas... y estos no me suponen varios días de recuperación.

Me encanta que me digan que tengo mejor cara y que se me ve con más energía.

En fin, lo cuento porque, estos años atrás no han sido fáciles ni para mí ni para mi familia, y me gustaría que mi experiencia pudiera ayudar a otra gente, igual que a mí me ayudó la de una amiga. Si os encontráis mal, por mucho que los médicos lo vean "normal", insistid, mirad y volved a mirar y dad vueltas, y dad la lata, no os conforméis. Es vuestro cuerpo, es vuestra salud, es vuestra vida.

Cuando recibí la noticia, por un lado, sentí una inmensa alegría al abrirse ante mí una puerta a la esperanza; por otro, una rabia contenida al pensar en el tiempo que me podían haber ahorrado si, en vez de descubrírmelo después de cinco años, lo hubieran hecho a los cinco meses.

Agradezco la labor de los sanitarios que escuchan de verdad a los pacientes, que hacen caso de sus síntomas por muy "ligeros" e "insignificantes" que sean cuando dicen que lo que sienten no es normal; que no se conforman con una calidad de vida inferior, aunque el paciente no tenga una enfermedad "grave" ni mortal. Incluso que están dispuestos a creer lo que les cuentas a pesar de que no cuadre con lo que han estudiado o con lo que saben, que están dispuestos a abrirse a nuevas posibilidades si ven que, aunque todo sea "normal", el paciente no se encuentra bien. ¡Cómo reconforta encontrar una persona comprensiva y colaboradora al otro lado de la mesa!

No sé si se demostrará algún día el origen de la fatiga crónica, o si mi fatiga crónica es una secuela de la intolerancia al gluten sin diagnosticar durante años, y no me abandonará nunca del todo, pero pienso que, en mi caso, fue una etiqueta que me pusieron al no encontrar ninguna otra explicación, y después de haberlas buscado donde ellos creían que podían encontrarlas. Pienso que esto me ha acompañado toda mi vida y que hace cinco años se manifestó de manera más aguda por las circunstancias de estrés que vivía en ese momento.

Para dar pistas a un posible lector con sospechas de serlo, es importante decir que los síntomas de la intolerancia al gluten en adultos son muchos, variados y pueden no asociarse con ella. Los más frecuentes, aparte de los digestivos (que puede no haberlos) son la anemia ferropénica (la ferritina, los depósitos de hierro bajos) y el cansancio. Pero también está asociado a otras enfermedades autoinmunes, al colon irritable, al déficit de ácido fólico, vitamina D o B12, osteoporosis, artritis, fracturas, infertilidad, abortos recurrentes, menopausia precoz, desarreglos menstruales, dermatitis, herpes, psoriasis, vitíligo, aftas bucales, tiroidismo, transaminasas altas (yo las he tenido durante años sin saber la causa), epilepsia, ansiedad, irritabilidad (tener la tripa dolorida es muy irritante), depresión...

En fin, que es fácil que pase desapercibida si el médico no se lo plantea. Por algo se dice que hay un 80 o 90 % de celiacos sin diagnosticar. Porque, además, algo muy importante, la biopsia puede dar positivo aunque los anitcuerpos y los marcadores genéticos den negativos, como es mi caso y el de otras personas que conozco, y no todos los médicos lo saben.

El tratamiento funciona y no es tan grave como puede parecer al principio. En casa, una vez que te acostumbras, coges los hábitos y rutinas necesarios y se acostumbra tu entorno, es bastante llevadero. La adaptación puede llevar un mes o dos. Lo más latoso es la contaminación cruzada y las trazas, además de comer fuera de casa, pero tomando las precauciones adecuadas, también es posible.

No poder comer gluten es un engorro, pero hay tratamientos mucho más graves, y no precisamente inocuos, para otras enfermedades. Sé que el gluten me hace daño y saberlo me recompensa porque es la clave de mi bienestar.

Toda etapa oscura o difícil en la vida implica un aprendizaje importante, como explicaba en su día , y yo he aprendido mucho en estos años. He cambiado hábitos de vida y de mente (el más importante, la meditación diaria) Intento sostenerlos y trabajarlos con constancia, porque el cerebro tiene la mala costumbre de regresar a los caminos "fáciles" aprendidos durante décadas.

Ayer, chateando con un amigo, que ha tenido una recaída de su enfermedad, me comentaba que no podría afrontarlo solo. Me escribió algo muy bonito que reproduzco: "A veces, no encuentras en ti el espíritu de la compasión, pero si alguien te quiere, todo está arreglado. Esa es mi mayor fortuna, que la gente me quiere". Me hago eco de sus palabras. Es un gran tesoro tener familia, amigos, compañeros, conocidos que se preocupan por ti, que te aprecian, te cuidan, te miman, te sostienen cuando flaqueas o "se tumban a tu lado" a compartir tus lágrimas y tu desánimo. Sé que algunos me han visto sufrir, y lo han pasado mal conmigo, especialmente mis padres, mi marido y  mis hijos.

Gracias a todos por estar en mi vida,
por estar a mi lado.



FACE

1 comentario:

Anónimo dijo...

Querida Blanca, me gusto muchisimo tu articulo que acaba de compartir tu padre. Y sobre todo : me alegro que estes mejorando.
Te felicito calurosamente por tu coraje y determinacion.
Estoy segura que pronto vuelvas a ser como nueva.
Un beso de tu prima Beatriz.